La tortuga chelys
fimbriata del Amazonas, vulgarmente conocida como matamata, de 35 centímetros de largo, despide un olor
característico repugnante y ese olor, acaso como el del mapurite, ha impedido
el peligroso estado de extinción que desde mediados de siglo amenaza a nuestra
exquisita arrau.
La tortuga del Orinoco no sólo, en
desventaja para ella, huele bien en estado físico natural sino que en el
condumio que suele ofrecer la experta cocina guayanesa, su aroma y sabor son
más agradables.
Pero la tortuga orinoquense no es la
única convidada a la mesa del hombre de agua y tierra, sino otras muchas de las
300 especies que, según los biólogos, habitan, en su mayoría, en las regiones
tropicales. Comparable con la del Orinoco, son las tortugas del género Testudo de las islas Galápagos que,
perseguidas por los marinos, a causa de su excelente carne, llegaron a desaparecer.
Pero más que por su carne, la arrau del
Orinoco es perseguida por sus huevos, los cuales dan un aceite comparable al de
oliva, utilizado como combustible y en la preparación de alimentos desde los
tiempos primitivos hasta la segunda década del siglo veinte.
La tortuga del Orinoco no ha llegado a
desaparecer del todo gracias a un aldabonazo dado a tiempo en la conciencia de
las autoridades ambientales y de los recursos naturales renovables que ahora se
preocupan y mantienen programas dirigidos a su conservación y multiplicación.
Entre los años 1952 y 1961 la captura de
las tortugas del Orinoco durante el tiempo de desove, arrojó un promedio de
13.000 ejemplares por año. Si en 1962 el MAC no se hubiera decidido a tomar en
cuenta las recomendaciones de la Facultad de Ciencias de la Universidad Central
dictando veda por 5 años que luego fue prorrogando, la infortunada Arrau habría
corrido la suerte fatal de las tortugas Tostudo
de los Galápagos.
La explotación y aprovechamiento
comercial de la carne y huevos de la arrau datan desde los mismos tiempos de la
Colonia, pero no fue sino al comienzo de la segunda mitad del siglo veinte cuando
comenzó a manifestarse una preocupación tangible por su suerte desde el punto
de vista técnico y científico.
Alejandro de Humboldt y Aimmé Bonpland,
cuando en 1.800 exploraron el Orinoco, estimaron unas 330 mil en la sola Isla
Pararuma. Mosquera Manso, en 1945, señaló unas 120 mil y J. Ojasti,
investigador del MAC, dijo en 1967 que ya no quedaban en el río sino unas 14
mil tortugas.
Por su parte, otro de los más
preocupados por la destrucción de esta especie de la fauna orinoqueña, doctor
Janis A. Roze, Premio Nacional de Investigaciones Científicas, advirtió como
signo de extinción, no obstante la
demanda e incremento de la población humana, la progresiva disminución de la
rata de explotación evidenciada por las siguientes cifras: 19.566 ejemplares
capturados en 1947; en 1950, 15.847; en 1952, 12.055; en 1957, 10.400 y en
1961, 9.088 tortugas. Vale decir, que en 15 años la captura disminuyó en más de
un 50 por ciento y no por falta de mercado, pues la demanda siempre fue
creciente, especialmente en la temporada de Semana Santa, sino por su
explotación irracional coadyuvada por depredadores naturales como el jaguar, el
caimán, la garza y el caricari.
Feria de la Tortuga
Posiblemente sea Alejandro Humboldt el primero en dar cuenta
en el siglo diecinueve, del comportamiento biológico y de la forma como era
explotada la tortuga del Orinoco, casi lo mismo que han venido posteriormente
repitiendo exploradores, viajeros e investigadores, muchas veces sin acordarse
del ilustre barón que se aventuró por estas tierras ignotas al igual que Pedro
Loefling, para dar a conocer los misterios y prodigios de la vida natural del
nuevo continente.
Antes de Humboldt lo hicieron otros
exploradores y viajeros del setecientos como el francés Jean Baptiste Labat y,
posterior a Humboldt, dieron cuenta de la tortuga arrau, Francisco Michelena y
Rojas (1858) y Jean Chaffanjon (1886), quien de acuerdo al material
suministrado a Julio Verne para su novela El
Soberbio Orinoco, había tantas tortugas que se podía ir de un lado a otro
del río, caminando sobre sus caparazones.
El 6 de abril de 1800, cuando Humboldt
bajaba el Orinoco rumbo a Angostura, donde pasó treinta días, desembarcó en una
isla en el medio del río llamada Boca de
la Tortuga, donde encontró 300 indios, entre Guamos, Otamacos (Alto
Orinoco) y Caribes (Bajo Orinoco), acampando al igual que algunos blancos,
sobre todo pulperos o abaceros de Angostura, que habían remontado el río para
comprar a los indígenas aceite de huevos de tortuga.
Humboldt estuvo dos días recorriendo la isla e
inquieriendo sobre la vida y explotación del quelonio y observó que “la
gran tortuga arrau (Podocnemis expansa), rehuye los lugares habitados por el
hombre o frecuentados por las embarcaciones. Es un animal tímido, que saca la
cabeza por encima del agua y la esconde
al menor ruido. Al parecer, la tortuga arrau no llega más allá de las
cataratas, y, de acuerdo con lo que nos dijeron, aguas arriba de Atures y
Maypures solo hay tortugas terekay. El animal adulto pesa de 20 a 25
kilogramos.
“Las terekay son más pequeñas que la
arrau; no se reunen en grandes bandadas, como éstas, para depositar sus huevos
juntos en la misma orilla.
“La época de puesta de la tortuga arrau
coincide con el nivel mínimo del río. Como el Orinoco empieza a crecer desde el
día de equinoccio de primavera, desde principios de enero hasta el 2O ó 25 de
marzo, los bajos fondos de las orillas están secos. Ya en enero la arrau se
reune en grandes bandadas y, saliendo del agua, van a calentarse al sol en la
arena. Los indios creen que, para encontrarse a sus anchas, el animal necesita
un intenso calor, y que la exposición a los rayos solares facilita la puesta.
Durante todo el mes de febrero, la arrau se pasa casi todo el día en la orilla.
A principios de marzo se reunen los grupos dispersos y se dirigen a nado a las
pocas islas donde suelen depositar los huevos. En aquella época, pocos días antes
del desove, aparecen millares y millares de tortugas, dispuestas en hileras
junto a las orillas de las islas, y alargan el cuello y mantienen la cabeza
fuera del agua para comprobar si existe la amenaza del jaguar o del hombre. Los
indios, para los cuales tiene gran importancia que las tortugas puedan poner
sus huevos con toda tranquilidad, montan la guardia a lo largo de la orilla.
Las embarcaciones saben que han de mantenerse en el centro del río para no
asustar a las tortugas con su griterío. La puesta de huevos se verifica siempre
por la noche. El animal, sirviéndose de las patas traseras-- armadas de garras
muy largas y arqueadas—excavan un agujero, de 1 metro de anchura y 60
centímetros de profundidad. La urgencia de los animales es tan grande, que
muchas bajan a los agujeros excavados por otros, y que no han sido todavía
rellenados de tierra, y depositan una segunda capa de huevos sobre la primera
de sus antecesores. Son tan numerosos los animales que durante la noche escavan
en la orilla, que a muchos les sorprende el día sin que hayan podido terminar
la operación de la puesta. Entonces los apremia un doble afán: el de deshacerse
de los huevos y el de recubrir el agujero excavado, a fin de ocultarlo de las
miras del tigre. Las tortugas que se han retrasado no atienden a ningún peligro
que la amenace; trabajan a la vista de los indios, los cuales acuden a la
orilla de madrugada”.
Humboldt en su libro “Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente” explica
también la forma como se recolectan los huevos para la obtención del aceite. Los
indios --escribe—excavan la tierra con las manos, ponen en unas cestitas,
llamadas mappiri, los huevos recogidos, y llevándolas al campamento, las echan
en grandes dornadajos de madera llenos de agua. Allí los huevos son aplastados
por medio de palas, agitados y puestos al sol, hasta que la yema, la parte
oleosa que sobrenada, se haya espesado. Esta sustancia oleosa, que se va
reuniendo en la superficie del agua, se recoge y cuece a fuego intenso. Y el
aceite animal que da como resultado, se guardará tanto mejor cuanto más se haya
cocido. Bien preparado, es completamente claro, inodoro y apenas amarillento.
Los misioneros lo comparan con el mejor aceite de olivas, y se utiliza no sólo
como combustible, sino también para la cocina, pues no da ningún sabor
desagradable a los manjares”.
Plan Tortuguillo
En 1962 cuando el Ministerio de Agricultura y Cría
dispuso una veda de la tortuga que luego prorrogó hasta 1970, lo hizo parejo
con un programa no sólo conservacionista sino dirigido a la reproducción masiva
a escala nacional con el fin de proveer al país de una nueva fuente de consumo
alimenticio. El programa comprendía el rescate de cien mil tortuguillos en las
islas de Pararuma, Playa del Medio, Simonero y Cabudare, con la colaboración de
la Guardia Nacional.
Este programa, denominado “Plan
Tortuguillo”, tenía como meta disponer para los consumidores en el lapso de
ocho años, una existencia de 40 millones de kilos de carne de tortuga, cifra
que para entonces representaba sobre la producción nacional, un 20 por ciento
de la carne de res y un 32 por ciento de la carne de pescado.
En tal sentido, el Ministerio de Agricultura y Cría comenzó a rescatar millares de
tortuguillos que luego sembraba en las principales presas, embalses y lagunas
del país, entre ellos, Guarapito, Tamanaco, Las Majaguas, Lago de Valencia,
Lagartijo, Caños del Orinoco, Zoata, Guataparo, Taguayguay y el Corozo. Pero al
cabo de ocho años ningún organismo dio noticia de los resultados. ¿Fracasó? Es
probable, por aquello del cambio de habitat y otros factores biológicos. Lo
único cierto es lo de la veda reiteradamente prorrogada a costa de la pérdida
de una tradición alimenticia bolivarense, semejante a la de la Sapoara. Hay
quienes dicen que la veda y la tradición habrían podido inteligentemente
conciliarse.
En diciembre del 93, Sara Galvez,
coordinadora del taller de evaluación del programa Tortuga Arrau, de Profauna, salió a la luz con una entrevista que
le hizo Elizabeth Cohen (El Nacional, página C, día 12), en la cual se limita a
informar del Programa que en 1989 inició el Servicio Autónomo de Protección a
la Fauna Silvestre y Acuática del Ministerio del Ambiente, pero nada dice de
los programas anteriores, de sus resultados ni de la veda que por más de tres
decenios ha privado al guayanés de su plato favorito de Semana Santa: el carapacho de tortuga. Y no hablemos
de los huevos para el aceite, pues los pueblos orinoquenses ya no se alumbran
con ese combustible y sus alimentos la sociedad industrial los enseñó a
prepararlos con otra refinada clase de aceite derivada de productos vegetales.
No teniendo importancia económica ya, la
recolección de huevos que fue lo que más puso en peligro de extinción a la
arrau, el guayanés creía que al cabo de un tiempo se permitiría bajo control
muy racional explotar la carne de tortuga, al menos para satisfacer la
tradición o cultura alimenticia de Semana Santa, pero de acuerdo con lo
informado por Sara Galvez, esto no será posible sino cuando realmente y por
virtud del programa vigente, se alcancen niveles para un manejo sostenido en
beneficio de las comunidades ribereñas del Orinoco medio.
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