domingo, 18 de junio de 2017

El oro de Amalivaca

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         Los guayanos y los tamanacos, al igual que los cristianos, tenían su Dios creador del cielo y de la tierra y toda una concepción cosmogónica de la existencia humana, sólo que Amalivaca no era tan omnipotente. El siempre requirió de la ayuda de su hermano hasta que llegaron los conquistadores afanados por el oro y lo desvirtuaron todo.

         Amalivaca siempre consultaba a su hermano Vocci y se la llevaban bien, y tenía dos hijas, a una de las cuales dice la leyenda que le inutilizó las piernas para que se quedara echando raíces en la tierra de los guayanos.
         Y la tierra que Amalivaca obsequió a los aborígenes nada tenía que envidiarle al paraíso perdido de Adán y Eva. Como aquel cantado por Milton, era este de Guayana un  paraíso con grandes ríos, cascadas, lagos, remansos, oro, bedelio, ónice, aire purísimo, árboles de todos los frutos, tamaños y colores.
         Por ello, a Colón que tanto sabía del paraíso cristiano, lo embargaron estas cavilaciones al navegar frente al estuario donde el Orinoco se reparte en vástagos hacia la aventura del mar:
         Grandes indicios son estos del Paraíso terrenal porque el sitio es conforme a la opinión de estos santos e sanos teólogos, y así mismo las señales son muy conformes que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así e vecina con la salada; y de ello ayuda la suavísima temperancia, y si de allí del Paraíso no sale, parece aún mayor maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan fondo.
         El predestinado Almirante se aproximaba inconscientemente a la verdad mitológica de los aborígenes que creían aquello de veras como el Paraíso. Un paraíso donde aún no  anidaba el infierno de la Manigua que atrae y devora a los afiebrados buscadores de oro. Aquel Paraíso tenía su dios que era Amalivaca, el Dios de la esperanza que llega, procrea y luego parte en una curiara hacia el otro lado del mar dejando en el alma de los moradores el presentimiento de retorno.
         Dice la leyenda que después de largo tiempo regresó  Amalivaca cortejado por su hermano Vocci y dos hijas para continuar perfeccionando su obra en aquella tierra paradisíaca. Entonces fue cuando concibió el Orinoco para facilitar la comunicación entre un lugar y otro de la prodigiosa geografía; pero los aborígenes, no obstante lo contento y maravillado que estaban, propusieron a su Dios que la obra fuese más completa en el sentido de que en vez de una corriente de agua descendente se conviniera otra con la misma fuerza a la inversa para que los remadores no se agotaran. Amalivaca consultó a su hermano Vocci y tras larga reflexión convino con los aborígenes que mayor beneficio traería para ellos poner a prueba sus habilidades aprovechando los vientos. Así lo hicieron e inventaron la navegación a vela.

El Dorado


         Después de Amalivaca hubo otro Dios, el que le trajeron los conquistadores para dar lugar a un sincretismo de las más variada  y rica formas. De esa forzada comunión de culturas emergió el Dorado, sueño de la enigmática Manoa que todavía buscan valientes e ilusos aventureros entre la maraña intrincada de la selva.
         Manoa era un lugar legendario de fabulosas riquezas y un lago sagrado donde se iniciaban los caciques a través de un rito que implicaba sumergirse en él con la piel cubierta de oro hecho polvo.
         Tratando de dar infructuosamente con este lugar se gastaron fortunas y perdieron la vida millares de nativos y europeos. Sobreviven por sus hazañas los nombres de los hispanos Gonzalo Jiménez de Quezada, fundador de Bogotá; Santiago de Belalcazar, conquistador del Ecuador y Antonio de Berrío, fundador de Guayana; los alemanes Ambrosio Alfínger, Felipe Hutten y Nicolás Federman, representantes de los banqueros Welser en Venezuela y el inglés Walter Raleigh, caballero de la Reina Isabel.
         Uno de los más recientes y modernos aventureros fue el norteamericano Jimmy Angel, que creía ver vestigios del legendario país de los Omaguas en la meseta del Auyantepuy, sobre la que temerariamente descendió su avioneta Flamingo, pero no encontró más que turbulencia batiendo el pajonal de un lugar fangoso, piedras con monumentos labrados por el tiempo y una convergencia de aguas cristalinas que daban lugar a la catarata más asombrosa del mundo.
         La ciudad que todavía se busca es imaginada como un sitio prodigiosamente rico que brilla a distancia porque el oro cubre el suelo como arena aunque otra versión habla de un reino fabuloso donde se habría refugiado el perseguido hijo menor del inca Hauicanapac con todos sus tesoros.
         Jimmy Ángel seguramente había leído el Mundo Perdido de Conan Doyle o la obra de sir Walter Raleigh The Discover of the large rich and beautiful empyre of Guiana y detenídose en el pasaje de la Montaña de Cristal a la cual Raleigh no pudo llegar, pero que vista de lejos le parecía la torre de una iglesia de gran altura.
         Desde arriba, cae un gran río que no toca el costado de la montaña en su caída, porque sale al aire y llega al suelo con el ruido y clamor que producirían 1000 campanas gigantes golpeándose unas contra las otras. Yo creo que no existe en el mundo una cascada tan grande ni tan maravillosa. Berrío me dijo que en su cumbre hay diamantes y piedras preciosas que se ven brillar a la distancia. Pero lo que ella contiene, yo no lo sé, ni él, ya que ninguno de sus hombres ha logrado ascender por  el costado por la hostilidad de los habitantes del lugar y las dificultades que hay en el camino.
         Juan Bolívar, piloto de helicóptero, descendiente de una etnia de Camurica, muerto en accidente vial, creía y hablaba de esa ciudad perdida y no desaprovechaba vuelo que hiciera por los confines de Guayana para desde las nubes escudriñar la inmensidad de la selva.
         También él, siguiendo la visión de Raleigh, estaba convencido de la existencia de unos extraños personajes, especie de gnomos custodiando los tesoros que moraban en las simas de las selvas como Jaua y Sarisariñama. Tales los Ewaipanomas, hombres sin cabeza, con la cara en el pecho y el cabello en los hombros. Hablaba de misteriosos ríos de extrañas ondas que dan vida o muerte según la hora en que se beban sus aguas: vivificantes a la media noche y mortales antes o después.

El único llegado a Manoa


         El único hispano que al parecer caminó por las calles de Manoa fue Juan Martínez, maestro de municiones de Diego Ordaz.
         Martínez, a punto de ser fusilado por el expedicionario, logró escapar y llegar moribundo a un paraje del Orinoco donde rescatado por indios guayanos fue llevado como raro ejemplar humano a la ciudad imperial, pero con los ojos vendados.
         Después de siete meses, el Cacique le preguntó que si deseaba permanecer o regresar y Martínez optando por lo último fue sacado de Manoa con varias camazas repletas del precioso metal. Indios enemigos del gran señor de Manoa se las confiscaron, menos dos que pudo salvar y cargarlas consigo al salir del Orinoco.
         Martínez llegó a Trinidad, de allí pasó a Margarita y finalmente halló quien lo llevara a San Juan de Puerto Rico donde permaneció hasta su muerte aguardando quién le hiciera el favor de retornarlo a España. Su estada accidental en la enigmática Manoa la narró a los frailes poco antes de su fallecimiento y, según Walter Raleigh, la relación se hallaba en la Cancillería de Puerto Rico, de la que Antonio de Berrío obtuvo copia que le fue mostrada al hacerlo preso en el curso de su primera expedición.

El tesoro de Los Frailes


         Tras la guerra de Independencia, la búsqueda de El Dorado fue perdiendo fuerza con la añagaza del Tesoro de los Frailes, algo supuestamente más localizable, concreto y factible.
         El tesoro de los Frailes de las antiguas Misiones del Caroní, habría sido ocultado bajo tierra ante la inminente entrada del ejército patriota comandado por el General Manuel Piar.
         El tesoro en lingotes de oro y onzas españolas se ha dicho que estaba enterrado en las inmediaciones del convento y de la iglesia de la Purísima Concepción, de la que ya no queda sino ruinas. Pero como allí no aparece, los buscadores de fortuna siguen volteando la tierra de las extintas misiones de Los Angeles de Yacuario, San José de Capapui, San Francisco de Altagracia, la Divina Pastora, San Fidel de Carapo. Últimamente se decía que estaba entre las antiguas misiones de San Pedro de Las Bocas y San Buena Ventura, pero que lo sepultó para siempre el lago de la Presa de Guri.
         Sitio asimismo muy explorado es el río Yuruán en el curso del cual se ve tallada sobre la roca la imagen de un Capuchino señalando cierto derrotero impreciso, pero que los navegantes del río especulan tiene que ver con la orientación del lugar donde se halla el bendito tesoro.

Los Petroglifos


         Se cuenta que Amalivaca, después del diluvio, quiso dejar evidencia de su visita a las tierras del Orinoco y junto con su hermano Vocci y un pintoresco cortejo de toninas hizo un recorrido por la Encaramada, Capuchino, Cerro del Tirano, Caicara, Paso de Cedeño, el Caura, más otros lugares donde los pronunciamientos rocosos monumentales les resultaron ideales para grabar signos sobre la piedra y de esa forma dejar a la posteridad testimonio de su paso por estas tierras.
         Los indios de hoy que no saben descifrarlos, cuando han de pasar frente a estos litoglifos, se aplican ají en los ojos para no verlos. De esa manera creen librarse del maleficio que supone el tener que enfrentarse con sus misterios.
         En cambio, los criollos asocian estos grabados con referencias respecto a tesoros escondidos, lo que explica las excavaciones localizadas en las inmediaciones de numerosos petroglifos de Guayana, como en Las lajitas del Cuchivero y en la Piedra del Sol y de la Luna en Santa Rosalía donde los buscadores de tesoro abrieron boquetes de varios metros de profundidad.
         Amalivaca, el Dorado, el Tesoro de los Frailes, tienen mucho de fantasía, pero en el fondo siempre ha habido una verdad que hoy como la fantasía de ayer se nos escapa de las manos y nos hace perder el sentido de la realidad.
         Aquellos extraños señores de recia armadura que invadieron el inmenso suelo de Amalivaca y se obnubilaron con sus riquezas, no estaban tan perdidos ni menos fueron tan víctimas de su fantasía. El Dorado existía a flor de arena o en las entrañas mismas de la tierra y, al final, lo hallaron quienes todavía lo explotan en las vetas de Caratal, en los aluviones del Yuruari o en los barrancos de Las Claritas.


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